sábado, 30 de abril de 2011

Nacionalismo global

 En un mundo donde el objetivo último del poder es engañar a los ciudadanos, quizás la mayor estafa provenga del nacionalismo. Cuando todas las estructuras sociales, políticas y económicas se mueven en parámetros globales, pretender que existe una identidad definitoria porque se habla una lengua peculiar o se hace depender una determinada “cultura” de una serie de mitos arcaicos es algo ilógico y carente de sentido. Cualquier dirigente nacionalista sabe esto. Si aun así edifican sus aspiraciones políticas en la construcción de algún tipo de sentimiento nacionalista lo hacen con el propósito claro de crear masas dóciles que les aúpen a esos puestos de poder –cuando se elimina la razón en el discurso político y se apela a fuerzas irracionales como el sentimiento lo que resulta es una masa- para, una vez en ellos, hacer la política global que desde el principio habían pensado hacer. Una estafa, en suma, por mucho que se haga en el idioma autóctono.
 Habida cuenta de que el nacionalismo de izquierdas es utópico –por imposible: es contradictorio en sí mismo desde el momento en que la izquierda es internacionalista por definición- el único nacionalismo que nos queda es el de derechas. De hecho, los nacionalismos surgen en el siglo XIX como movimientos burgueses. Si resulta que por naturaleza el nacionalismo sólo puede ser de derechas, la política que haga un gobierno nacionalista será una política de derechas global. Y el ejemplo más claro lo tenemos en las medidas que ha tomado y anuncia que tomará el gobierno de CIU en Cataluña. Resultan un chiste esas pancartas que aparecen de vez en cuando reclamando “Freedom for Catalonia” (escritas en inglés, por cierto, no en catalán) cuando un gobierno nacionalista ha vendido el territorio a los intereses del mercado supranacional de forma mucho más flagrante –y sangrante- que cualquier gobierno europeo de los denominados centralistas.
 Por un lado, el gobierno del señor Artur Mas ha recortado el gasto público en sanidad y educación como no lo ha hecho nadie hasta ahora. Ha conseguido que estos servicios se sitúen, en la europeísima y adelantada Cataluña, al nivel de un país del Tercer Mundo. Hospitales donde falta personal, donde los equipos se han quedado obsoletos y hasta se ha reducido la comida de los pacientes o escuelas que tienen que cerrar por no poder pagar el suministro eléctrico con profesores que no saben si cobrarán la nómina del próximo mes. Esto es lo que ha conseguido la política supuestamente nacionalista del señor Mas. Una situación similar a la que se produjo en los países de Latinoamérica o en el sudeste asiático cuando se aplicaron las doctrinas neoliberales del Milton Friedman y la Escuela de Chicago. Y por si alguien tiene alguna duda, efectivamente, la Escuela de Chicago tiene su origen en Chicago, Estados Unidos, y no en Villafranca del Penedés.
 Por otro lado, este señor, defensor de los derechos históricos del pueblo catalán, anuncia que va a rebajar los impuestos de las rentas más altas, con la excusa de que si no se marcharán a otras comunidades autónomas. Los derechos de los catalanes de a pié, que son la gran mayoría aunque no se lo crea el señor Mas, a tener una educación y una sanidad pública de calidad, a no morirse en la calle o a no ser analfabetos –que, por cierto, son derechos bastante más prioritarios que hablar un idioma o tener una banderita propia- le traen sin cuidado. Esos derechos históricos del pueblo catalán, en la política global del señor Mas, quedan reducidos a los intereses económicos de unos cuantos catalanes ricos. Eso, y no otra cosa, es el nacionalismo en el siglo XXI.
 Si yo fuera catalán me pensaría muy mucho votar la independencia del territorio. Primero, porque no es más que una cortina de humo para tener a la población entretenida en otra cosa mientras se desmantelan los servicios públicos y se regalan a las empresas privadas. Para que el engaño sea completo no falta ni el enemigo tradicional, aquél al que culpar de todo y sobre el que desviar la ira de los ciudadanos: en este caso es el Estado español, aunque también podrían serlo los inmigrantes o los judíos.
 En segundo lugar una Cataluña independiente no sería una Cataluña que no dependiera de nadie excepto de sí misma, sino más bien el terreno abonado ideal para que los intereses financieros se repartieran lo poco que aún controla el Estado central, desde el Ejército a la administración de Justicia. No es de extrañar entonces que los paridos nacionalistas estén tan interesados en la independencia. Más dinero para sus bolsillos que, eso si, iría a parar a lugares tan catalanistas como Montecarlo o las Islas Caimán.

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