El concepto de “Idea”
aparece por primera vez en Platón, con una significación radicalmente distinta
a la que tiene en la actualidad. En efecto, en Platón las Ideas son las que
configuran el mundo inteligible, aquél que sólo es captable mediante la
inteligencia, mientras que las cosas del mundo sensible, el que se capta o se
conoce por medio de los sentidos, no son más que copias o imágenes de aquéllas.
De esta manera, Platón la sitúa auténtica realidad en las ideas del mundo
inteligible y, en tanto en cuanto éstas pueden ser conocidas por medio de la
inteligencia, afirma que es posible llegar al conocimiento de la realidad en sí
misma. Ahora bien, ese conocimiento no puede venir dado por los sentidos, que
sólo pueden acceder al conocimiento de las imágenes de esta realidad.
La Filosofía moderna va a dar la
vuelta a esta concepción –que es la que, en mayor o menor medida, prevalece
durante toda la Filosofía antigua y medieval-. La gran novedad que marca la aparición de la modernidad filosófica
es la introducción de la figura del sujeto. Y, en este sentido, las ideas van a
pasar a ser consideradas como las imágenes o representaciones de los objetos
externos, es decir, ya no es el objeto la representación de la cosa sino al contrario.
Ahora bien, al situar las ideas como representaciones existentes en la mente
del sujeto la Filosofía moderna va a negar la posibilidad de conocimiento de la
realidad externa a las ideas. El sujeto sólo conoce sus ideas, pero no puede
conocer la realidad externa en la que éstas supuestamente se comentan, puesto
que sólo es capaz de acceder a sus propias representaciones de la realidad, y
no a la realidad misma. Esta diferenciación entre idea y contenido de la idea
va a implicar también una problemática ontológica o existencial, en el sentido
en que el sujeto puede afirmar la existencia de sus ideas, pero no de los
objetos externos a ellas. De esta manera las ideas cobran una existencia
independiente de los objetos que representan, y es posible la existencia de ideas
que no representen ningún objeto real. Así, se puede hablar de la idea de un
burro con alas como existente, aunque no exista ningún burro con alas en la
realidad externa al sujeto: existirá la idea del burro con alas, pero no el
burro con alas. Estrictamente hablando, no podríamos afirmar si el burro con
alas existe o no, puesto que lo único que podemos afirmar con total certeza es
la existencia de la idea del burro con alas. Como ya se ha dicho antes, el
sujeto sólo puede conocer las representaciones de la realidad que constituyen
sus ideas, pero no la realidad en sí misma De tal forma que, un tanto
paradójicamente, se volvería a la situación planteada por Platón. La única
realidad conocida por el sujeto –y por lo tanto la única que tendría categoría
de realidad para él- sería la contenida en sus ideas. A este respecto, el
racionalismo del siglo XVII, estableció una diferenciación entre realidad
formal de la idea, que sería la realidad de la idea en cuanto idea, y la
realidad objetiva, que sería la realidad del objeto representado por la idea.
Volviendo a lo anterior, entonces, el sujeto sólo podría conocer la realidad
formal de sus ideas, mientras que los objetos externos serían conocidos tan
sólo en tanto realidad objetiva –como contenido de las ideas- pero no en cuanto
realidad formal –en tanto que ellos mismos-. Será esta situación la que, ya en el siglo XX,
intente superar Husserl y su Fenomenología, estableciendo la distinción entre
noesis y noema. Siendo la noesis el acto de pensamiento –la idea- y el noema el
contenido de ese acto de pensamiento- el objeto- . Puesto que siempre que se piensa
se piensa algo, es decir, siempre que se tiene una idea esa idea es idea de
algo –por eso la conciencia, dice Husserl, tiene siempre una intención: es
intencional- noesis y noema necesariamente han de darse siempre inmediatamente
a la vez, de tal forma que la realidad de la noesis, de la idea, no podría
darse sin la realidad del noema, de su objeto. Así, la realidad del objeto es
la realidad de la idea y la realidad de la idea es la realidad del objeto.
martes, 25 de febrero de 2014
viernes, 21 de febrero de 2014
Educación
La educación es uno de los elementos
claves en el desarrollo de cualquier sociedad. Un grupo social sólo es tal –y
no un conjunto de individuos aislados- si sus miembros comparten las mismas
normas y los mismos intereses básicos, es decir si han sido educados dentro de
esa sociedad. La educación, así tiene un componente importante de socialización.
A los individuos se les educa para vivir en sociedad, no para aislarse de ésta,
aunque esto no signifique necesariamente que la educación de los ciudadanos
tenga como objeto despersonalizarles. Al contrario, será de la educación que
los sujetos reciban como se formará una sociedad u otra –y también, la viceversa:
determinadas sociedades educarán a sus miembros de diferentes formas-. De
hecho, una sociedad democrática necesita sujetos autónomos e informados, y por
ello su estructura educativa debe dirigirse a ese fin, al menos si quiere
seguir siendo una sociedad democrática. En resumen, es la sociedad en su
conjunto la que tiene la responsabilidad de educar a sus miembros –de ahí el
famoso adaggio supuestamente africano de que “para educar a un niño hace falta
toda una tribu”-, pero, por otro lado, una sociedad democrática tiene la
necesidad de educar a sus miembros en la autonomía personal.
La idea de educación aparece por
primera vez en la antigua Grecia y estaba íntimamente relacionada con el
concepto de polis. La Paideia consistía en la formación de ciudadanos
libres que pudieran participar en la vida social y política, por eso su
objetivo último era la politeia, el gobierno
de la ciudad. De ahí que Platón desarrollara un ideal político en el cual la
educación era la piedra angular, educación que era regulada y organizada
alrededor de ese ideal social y que era impartida por la propia sociedad –los
niños, al nacer, dejaban de ser hijos de sus padres, eran separados de éstos y
pasaban a ser responsabilidad de toda la polis-.
Concepción ideal que, por cierto, se diferenciaba muy poco de la que Esparta
llevaba a cabo de forma efectiva y que era, dicho sea de paso, la que permitió
a Esparta mantener las antiguas virtudes y evitar la decadencia en la que se
había visto envuelta Atenas, lo que llevó a la primera a derrotar a la segunda
en la guerra del Peloponeso.
Esta concepción de la educación como
formación integral de los ciudadanos, entendida como la necesidad social de
formar individuos libres, autónomos e informados, es la que vuelve a tomar
fuerza en la Ilustración, concepción que se resume sobre todo en el pensamiento
de Kant (influenciado en este aspecto por Rousseau) y sus ideas del sapere aude
–atrévete a pensar- y de que el llamado Siglo de las Luces es una época de
Ilustración, pero no una época ilustrada. La deriva posterior de la Ilustración
hacia el desarrollo del capitalismo, haciendo prevalecer una visión
instrumental de la Razón frente a una concepción de la misma como razón
crítica, va a hacer que en el siglo XIX la consideración de la razón cambie de
forma radical, y frente a algunos intentos –a veces heroicos- de entender ésta
como formación de los ciudadanos –en España, por ejemplo, en la Institución
libre de Enseñanza- la educación pase a ser sinónimo de “buenas costumbres”. En
efecto, la sociedad burguesa del XIX considera educada a aquella persona que
conoce las convenciones sociales y las cumple, y no a aquella que sigue las
recomendaciones kantianas. La sociedad capitalista no necesita individuos que
piensen por sí mismos, sino sujetos que obedezcan y se integren sin rechistar
en la maquinaria de producción. Es en este sentido en el que hay que entender
todas las reformas educativas que se han venido dando en España en los últimos
veinte años.
Paradójicamente el desarrollo de la
sociedad capitalista ha hecho periclitar también esta idea de educación, de tal
forma que hoy en día han desaparecido tanto una como otra. Seguimos viviendo en
una sociedad de ilustración pero no ilustrada, como denunciaba Kant en su
momento, pero con el agravante de que ahora nadie da los buenos días.
lunes, 10 de febrero de 2014
Religión / y 2.
Terminábamos el artículo anterior
diciendo que la magia y la ciencia poseían el mismo fundamento: la
inmutabilidad de las leyes naturales, mientras que la religión se fundamentaba
en la idea contraria: la concepción de que las leyes naturales podrían ser
cambiadas a voluntad de la divinidad o por del sacerdote que le sirve de intermediario
y que le invoca a través del ritual. Así, de la misma manera que la religión
aparece como sustituto de la magia, la ciencia se va a desarrollar como una
explicación alternativa a ambas, aunque, por sus principios, esté más cercana a
la magia que a la religión. De hecho, la ciencia, en muchas ocasiones, surge de
la magia, como surgió la química de la alquimia, por ejemplo; la magia no es
otra cosa que una ciencia equivocada, o una ciencia que no comprende de forma correcta,
racional, los principios sobre los que se fundamenta. La religión, sin embargo,
al fundamentarse en principios opuestos a los de la ciencia ha aparecido
históricamente como enfrentada a ésta, fundamentalmente dese que el desarrollo
de la ciencia a partir de la Revolución científica de los siglos XVI y XVII ha
ido ocupando cada vez más el campo de la religión, dando respuestas a problemas
que antes sólo podrían ser explicados por hipótesis religiosas y haciendo cada
vez más ocioso o inútil el ritual religioso como favorecedor de la vida humana.
De hecho, hoy en día son pocos –aunque todavía quedan algunos- los que
consideran que es preferible rezar en misa que acudir al médico para curar una
enfermedad, de la misma manera que son pocos –aunque todavía quedan- los que consideran
que alguna fuerza mágica presente en el cuerpo y el espíritu y conectada de
forma simpátética con el resto de la naturaleza puede sustituir a la medicina científica.
Vemos
por tanto, como a partir del sigo XVI es la ciencia y no la magia, la que se
convierte en enemiga de la religión, y son los científicos los que ocupan el
lugar de los brujos en las hogueras que arden en toda Europa –y no sólo en
España donde si bien es cierto que se quemaron judíos, no se quemaron
científicos, como tampoco anteriormente se habían quemado brujas- . Las
diferencias entre ciencia y religión se pueden situar a dos niveles –dejando a
un lado las disputas de poder, o mas bien el miedo de los sacerdotes a perder
el poder que les confería poder controlar la naturaleza a través de la divinidad-.
A nivel de la situación mental del sujeto con respecto a la verdad y a nivel de pretensión de posesión de esa
misma verdad. En tanto posición intelectual del sujeto la religión se
fundamenta en la creencia, mientras que la ciencia se basa en el conocimiento
–es falso que exista una “creencia” en la ciencia, o que la ciencia se alimente
de “creencias”-. De esta forma, mientras que la religión sólo necesita la
convicción subjetiva del individuo para ser considerada cierta, la ciencia
necesita además de pruebas objetivas que aseguren esa verdad. Es por ello que
la ciencia necesita un método racional que le permita buscar esas pruebas,
mientras la religión actúa a través de ritos que tienen como objetivo asegurar
al creyente en sus creencias, en tanto en cuanto el rito se constituye en la
forma de comunicación con la divinidad. Y, por lo mismo, es por ello que
mientras que la ciencia se fundamenta en el pensamiento racional, la religión
lo hace en el mito. Ninguna creencia religiosa puede ser demostrada por medio
del método científico. Por otro lado, la religión se considera en posesión
absoluta de la verdad, esa verdad que asegura la comunicación directa con el
dios y, en los casos que se da, la consideración de pueblo elegido, lo que la
convierte en dogmática por definición y, por lo mismo, en excluyente, mientras
que la ciencia tiene muy claro que las verdades a las que llega son tan solo
verdades provisionales, que en cualquier momento pueden perder su estatus de
verdad si aparecen nuevas pruebas objetivas que las nieguen. Por ello la
ciencia no es ni puede ser dogmática. Al menos si además ha de ser buena ciencia.
viernes, 7 de febrero de 2014
Religión / 1
La
religión –en general- se puede definir como la creencia en una entidad superior,
o en varias. En realidad las religiones
politeístas constituyen el origen del concepto de religión, mientras que la
monoteístas no son más que una evolución posterior, cuando a las creencias
religiosas se le añaden elementos ajenos a éstas, elementos que constituyen una
teología una ciencia de lo divino que solo tiene cabida en aquellas religiones
que consideran una sola divinidad, como el cristianismo o el Islam, mientras
que en las religiones politeístas el lugar que luego va a ocupar la teología
está constituido por las teogonías o los panteones de dioses. La segunda
característica que define a la religión es que esa creencia en una entidad
superior va a acompañada de la creencia en que, a través de determinados ritos
o ceremonias, esa entidad o entidades van a favorecer al creyente o a aquél que
practica los ritos indicados. De hecho, es por esto por lo que las religiones
son en su origen politeístas: existe una divinidad para cada uno de los
aspectos de la vida en los que los individuos pueden buscar el favor de los
dioses, como el ciclo de las cosechas, la caza, las actividades de la casa o el
tiempo atmosférico. Y es también por ello que aquellos pueblos que no realizan
estas actividades de forma cotidiana, por ser poblaciones nómadas, como los
judíos o los árabes, generan religiones monoteístas, donde la divinidad es una
divinidad guerrera que ha elegido a ese pueblo, y sólo a él. Es también esa
divinidad la que impone las leyes que deben seguir, leyes necesarias en tanto
en cuanto son poblaciones nómadas y, por lo mismo, no sujetas en principio a
las leyes de ningún Estado. Y es a partir de ella cuando estos pueblos,
posteriormente, desarrollan una compleja teología que justifique no sólo la
existencia de ese dios –algo que en las primitivas religiones estaba
justificado ya por la función que esta divinidad cumplía- sino también las
leyes impuestas y la elección de ese pueblo y no de otro.
Así entendida, la religión surge de
la magia –o más bien de su fracaso- o, como dice Frazer, la religión sería un
estadio superior al de la magia en el desarrollo de las culturas humanas. La
magia tiene como objetivo conseguir que la naturaleza favorezca –o al menos no perjudique-
al grupo social o que los fenómenos naturales obedezcan el mandato del mago,
del brujo o del chamán. La magia –ya sea la magia simpática, basada en el
principio de que “de lo semejante surge lo semejante” o la magia de
contigüidad, fundamentada en la idea de que dos objetos que hayan estado en
contacto siguen estándolo aunque se los separe- suele siempre dar resultado,
pues los efectos esperados por un ritual mágico, por ejemplo que llueva, tarde
o temprano se van a producir. Ahora bien, cuando estos no se producen, o cuando
el efecto se dilata demasiado en el tiempo, los individuos empiezan a
desconfiar de ella. Es así como surge la religión, como un intento de que esos
efectos se lleven a cabo, esta vez no por efecto de alguno de los dos
principios enumerados, sino por la intervención directa de la divinidad.
Mientras que la magia puede no surtir el efecto esperado, el ritual religioso
siempre conseguirá su propósito, pues es la intervención directa del dios lo
que lo asegura. Las leyes naturales no son inmutables y pueden ser cambiadas a
voluntad del ser supremo, y, por tanto, a voluntad de los creyentes que
influyen en él para que las cambie. En realidad, la magia y la ciencia se basan
en los mismos principios: la inmutabilidad
de unas leyes de la naturaleza, mientras que la religión se fundamenta en el
contrario: la mutabilidad de esas mismas leyes. Pero sobre eso hablaremos en el
próximo artículo.
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